PREMIADOS SEGUNDO CERTAMEN


GANADOR

“El traslado”
Por Yolanda Sánchez Polonio

Ahí estaba Sara, plantada en medio de la plaza del pueblo con la misma sensación que si hubiese aterrizado en mitad de la Luna. No la esperaba nadie. Dos viejos que pasaban la miraron con curiosidad, después con indiferencia. En ese momento dudó  si la decisión de aceptar el traslado había sido correcta, y sintió que la ilusión con que la tomó se le hundía estrepitosamente, como si fuera un castigo más que una oportunidad y aquel pueblo el lugar donde expiar la culpa. Había abandonado su ciudad a más de siete horas de viaje, cambiando el barrio, la familia y los amigos por el trabajo en una sucursal bancaria de un pueblo insípido y perdido del interior que no tenía más que páramos alrededor, ni tan siquiera un río que le recordase el mar que había dejado atrás. Sabía que poniendo distancia el amor desdichado podría curarse, y que los diez meses que duraría el traslado era tiempo suficiente para cerrar heridas. Ahora se sentía mal, temía haberse equivocado. Y a esa pesadumbre contribuía el hecho de haber llegado al pueblo a principios de otoño, un desapacible y borrascoso día.
Tiró de la maleta y se dirigió a la casa que había alquilado por agencia. Estaba en una calle cercana a la plaza, detrás del ayuntamiento. La vivienda era como la mayoría de las del pueblo, una casa baja con un pequeño patio en la parte de atrás donde una parra menesterosa pugnaba en protagonismo con cuatro tiestos de geranios medio secos. El interior le pareció algo desangelado aunque la casa tenía lo justo para sentirse cómoda: mucha luz, habitaciones amplias y calefacción. En la misma calle estaba la panadería, más allá un comercio de ultramarinos donde podría comprar casi de todo y, frente al comercio, uno de los tres bares con que contaba el municipio.
Su jefe le había dicho que, aunque el pueblo era pequeño y apenas llegaba a los mil habitantes, trabajo no le faltaría pues no había más banco que ese en muchos kilómetros a la redonda y además estaría sola. Así que el lunes abrió la oficina pensando que tal vez se había precipitado en su pesimismo y que con toda seguridad en poco tiempo la desazón del primer momento desaparecería. En ese pueblo había pocos jóvenes y escasos niños, la clientela que visitaba el banco era predominantemente mayor, entregada a las labores agrícolas o ganaderas que dedicaba al trabajo la mayor parte del día, y los ratos libres, cuando los había, se repartían entre las partidas de cartas y el juego de la petanca.
El bar cercano fue el primer sitio donde Sara recaló después de llegar. Pidió un café e intentó una conversación con el camarero sin ningún éxito. Pero Sara no se rindió y cada día se dejaba caer por allí después de comer, atraída tal vez por la persistente sensación, cada vez que entraba, de haber retrocedido cuarenta o cincuenta años en el tiempo, de ser espectadora de sucesos acaecidos en épocas pasadas y que tantas veces había visto en películas y series de televisión. El tiempo detenido, eso era lo que el bar le inspiraba. Los parroquianos eran siempre los mismos. Sentadas al fondo, como nota discordante en esta regresión temporal, un grupo de cuatro mujeres jugaba a las cartas. El resto eran hombres, incluidos los integrantes de la autoridad municipal. Allí estaba el alcalde, con el maestro y el médico; también el veterinario y su ayudante; el fotógrafo del pueblo, al que todos llamaban «el retratista», y muchos otros que conocía por ser clientes del banco. Unos se entretenían jugando al mus, algunos al dominó y, los más, simplemente miraban y comentaban las jugadas. Cuando Sara entraba en el bar siempre callaban, la saludaban con un cortés movimiento de cabeza y luego seguían a lo suyo; ahí terminaba todo, como si les diera miedo conversar con ella. Tal vez consideraban los veintitrés años de la chica como una barrera. A saber. Lo cierto es que después de unos días en el pueblo Sara constató que sus habitantes se mostraban con ella cordiales pero esquivos, amables pero desconfiados. Dios mío, qué duros se presentaban estos diez meses.
Llevaba poco más de una semana en el pueblo cuando un hecho insólito cambió el ánimo de Sara. Al volver del trabajo abrió el buzón como tenía por costumbre antes de entrar en la casa. Lo hacía más por inercia que por la probabilidad de encontrar carta alguna. Ese día, sin embargo, apareció un sobre blanco. Era un sobre normal y corriente que no llevaba remite, solamente el nombre, los apellidos de la chica y su dirección escritos a máquina. Tampoco tenía sello, algo que extrañó a Sara. A la sorpresa inicial se unió en seguida la curiosidad y, allí mismo en la calle, rasgó con premura el sobre. Dentro halló un papel del tamaño de un cuarto de folio, de un vivo color fucsia, donde aparecían escritos unos versos. Los reconoció al instante, eran de un poema de amor de Neruda.
La carta fue suficiente para que el humor de Sara cambiase. Pasó toda la tarde canturreando mientras cada poco releía el poema, haciendo conjeturas sobre quién había podido mandar una carta así. Era como en las novelas del siglo XIX, donde un amante secreto escribe a la protagonista y hasta el final no se descubre la identidad del enamorado. Sara rió al pensarlo. Desde luego lo tomó como una broma, aunque fue suficiente para renovar el optimismo perdido. Advirtió, sobre todo, que la soledad que notaba desde que llegó al pueblo se esfumó de repente. Era lo más curioso, cómo una simple carta con unas líneas escritas era capaz de hacerla sentir acompañada.
Al día siguiente encontró cuatro cartas en su buzón. ¡Cuatro! Eran iguales a la primera, sin remite y sin sello, solo variaban los versos escritos en la hoja de color fucsia. Un día después aparecieron tres cartas, el siguiente cinco, al otro dos… El número de cartas variaba por días, pero nunca dejaron de llegar en los diez meses que Sara pasó en el pueblo. Fantaseó con ese amor secreto, y averiguar quién podía ser el remitente de tan singular misiva se convirtió para Sara en una prioridad.
Lo primero que observó –ya se desconcertó con la primera carta– fue el tipo de letra con que estaba escrita. Bien es verdad que lo romántico hubiese sido una epístola de versos manuscritos y originales, pero tanto las señas como los versos tenían los caracteres de aquellas viejas máquinas de escribir que ahora solo se encuentran en tiendas de anticuario. Ese era un dato más en su teoría de estar viviendo cuarenta o cincuenta años atrás en el tiempo. ¿No tenían impresoras en ese pueblo? Aparte de la carta no había más pistas materiales a las que aferrarse. Sara se reía, se veía a sí misma habiendo mutado de empleada de banca a detective rural.
El siguiente paso fue examinar uno a uno a los clientes, pues estaba convencida de que alguno de ellos era el autor de tan numerosas misivas. Los estudiaba al detalle cuando los tenía frente a sí, intentando averiguar si alguno la miraba de forma diferente a los demás, escrutando el semblante, cada ademán, cualquier pequeño gesto que les delatase. Nada, no consiguió nada.
Al cabo de dos meses seguía como al principio, sin saber quién era el autor de las cartas. Con el paso de los días las preguntas que se había hecho, todas las conjeturas sobre ese amante secreto, pasaron a un segundo plano. Sara disfrutaba del hecho mismo de recibir los poemas. Eran tantas las cartas que habían llegado que ya no encontraba lugar donde ponerlas. Primero las amontonó en una mesa, después en una cajita y al final optó por pedir una caja grande de cartón en la tienda de ultramarinos. Calculó que cuando terminase su tiempo en el pueblo habría llenado la caja. Hay que ver, Sara llegó al pueblo con una maleta y una herida abierta; ahora retornaría con una cicatriz indolora y toda una caja repleta de poesías.
El tiempo del traslado llegaba a su fin. La víspera de su partida, como era su costumbre después de comer, pasó por el bar. Se tomó el café y se despidió de los allí presentes diciendo simplemente que se iba del pueblo y que mucho gusto en haberles conocido. ¿Qué más podía decir a aquella gente que siempre la trató con indiferencia? Nada más salir la chica del bar, el veterinario se levantó y fue hasta la barra. Sin mediar palabra el camarero sacó una vieja máquina de escribir de un mueble botellero y se la dio al veterinario, que la llevó con decisión hasta una de las mesas. Se sentó frente a la máquina y colocó con mucha ceremonia una hoja de papel de color fucsia; después se frotó las manos, carraspeó y dijo: «Venga, que son las últimas, ¿a quién le toca?». Cinco de los allí presentes, cada uno con un libro de poemas en la mano, se levantaron.


PRIMER FINALISTA

"Una jugada perfecta”
Por Sara Alonso Jarabo


   Trajeron el cadáver a las nueve de la noche. Él ya estaba recogiendo las cosas, a punto de irse a la cama y descansar, cuando Andy, vestido de uniforme, llamó a la puerta con tres golpes secos. Detrás de él estaban los de la ambulancia, que sacaron la camilla para trasladarla al interior del sótano.
   -Lo siento Víctor, sé que es un poco tarde –dijo el policía. Ambos entraron en la casa. Siguieron a los médicos y al cuerpo escaleras abajo-. Su novio la violó y la estranguló hasta matarla. El cabrón casi se suicida. Nos avisaron cuando empezaron a escuchar los gritos de la chica, pero solo pudimos llegar a tiempo para evitar que él saliera airoso del asunto.
   -Nunca me habías traído un caso así.
   -Tienes razón –Andy rio. Trastabilló un poco al bajar el último escalón-. Estás acostumbrado a un público mucho más maduro.
   -¿Quién es? –preguntó Víctor señalándola con la barbilla.
   -No eran del pueblo. Pararon a descansar en el motel, estaban de paso.  
   Los médicos no tardaron en marcharse en cuanto depositaron el cadáver en la mesilla de operaciones, dejándolos solos.
   -Contactamos con la familia, ya están de camino. Mañana por la mañana vendrán, tienes que tenerlo todo preparado. Siento de nuevo tener que pedírtelo a estas horas.
   -El trabajo es el trabajo –se encogió de hombros.
   -Trabajas demasiado, Víctor –dijo sonriendo cálidamente-. Todos los fiambres a menos de diez kilómetros a la redonda tienen que venir a ti.
   -Alguien tiene que hacerlo.
   -Pero no tú. Eres joven, deberías estar en la ciudad, contar con más ayuda. Trabajar en un hospital y disfrutar un poco de la vida. No creo que sea gratificante hacer esto casi todos los días sin contar con algunas distracciones.
   Andy le miró sugerentemente. Supo a lo que se refería.
   -No me interesan las chicas del pueblo.
   -Por esa misma razón deberías marcharte, tendrías que conocer a alguien. Aquí solo hay viejos con el colesterol alto y corazones débiles. Podemos apañarnos.
   -Entonces, ¿qué es lo que me acabas de traer?
   -Podemos apañarnos –repitió el policía colocándose el sombrero-. La ciudad no está tan lejos, puede que incluso nos sigamos viendo. Además, a mi hijo le vendría genial el trabajo, ¿sabes? Ha terminado la carrera. Mi mujer está quejándose todo el día porque el chaval ya quiere dejar el nido. ¿Quién sabe? A lo mejor te quita el puesto –le guiñó el ojo amistosamente-. No sé, Víctor. Siempre me pregunto cómo puedes aguantar vivir tan solo, en mitad del bosque.
   -Aquí estoy bien –forzó una sonrisa.
   Estaba esperando que pillara la indirecta, que se marchara para que pudiera empezar cuanto antes. Andy le miró poco convencido, pero fue suficiente. No insistió más. Le acompañó hasta la puerta y se estrecharon la mano. Justo antes de entrar en el coche de policía, dijo:
   -Se me olvidaba, te he traído esto –sacó algo envuelto en papel de aluminio-. Es una empanada casera, la ha hecho mi mujer esta tarde. Para que al menos cenes algo en condiciones, seguro que no es una noche agradable –soltó una ligera carcajada-. Eso es todo, ya nos veremos. Suerte, chico.
   Víctor asintió. Le dio las gracias y observó cómo se marchaba por el camino de tierra hasta que el ruido del motor se dejó de escuchar. Los neumáticos levantaron una nube de polvo que se quedó suspendida en el aire unos segundos.
   Al fin. Bajó al sótano y se puso manos a la obra.
  
   Comió un trozo de empanada a las nueve y media, se puso unos guantes de látex y cogió la cámara de fotos. Encendió la pequeña televisión, no para verla sino para tener algo que oír de fondo mientras hacía su trabajo. Sintonizó el canal de cocina. Iban a preparar un pavo relleno.
   Víctor bajó la cremallera de la bolsa dejando al descubierto el cadáver de la joven. Llevaba puesto un jersey rojo y unos vaqueros. Observó las marcas purpúreas en torno a su cuello. Hizo varias fotos, y, tras echar un rápido vistazo inicial, le quitó la ropa. Desde luego, no estaba acostumbrado a esto. Qué joven era. Debía tener unos 25. Hizo más fotos. Del toráx, las manos, su rostro, sus piernas… Tenía un tatuaje de un pájaro volando en el lado derecho de la cadera. Inspeccionó cada zona de su cuerpo en busca de moratones, cicatrices o heridas. Pero no había nada, nada que pudiera evidenciar que había sufrido maltrato a manos de su pareja, a excepción de los hematomas pintados en su garganta. Parecía que iba a ser un caso sencillo después de todo.
   Revisó su vagina. Estaba hinchada, presentaba desgarros. La había violado antes de asesinarla, quizá incluso después. Recogió muestras de sangre y de flujo y apuntó en un bloc toda la información que había recopilado hasta el momento.
   Ahora bañamos el pavo con la salsa.
   El cocinero daba ligeras pinceladas en la carne mirando a cámara con una amplia sonrisa.
   Cuando el forense se dirigía a por el bisturí y otros utensilios, se percató de que el cadáver estaba sangrando por la nariz.
   -Qué extraño –dijo-. Esto debería ocurrir mucho más tarde.
   El líquido rojo bajó por sus orificios serpenteando hasta llegar a sus labios. Eran carnosos. Carnosos y perfectos. Nunca los había visto con una forma tan armoniosa. Aunque hubieran perdido todo color, aún se adivinada cierto rubor en las comisuras interiores, como un diminuto amanecer que asomaba por su boca.
   Tragó saliva.
   Toca preparar el relleno, ¡y esta es la parte divertida!
   -En fin –sacudió la cabeza para salir del ensimismamiento-, supongo que no tiene importancia.
   Realizó la incisión desde los hombros hasta el pubis. El bisturí atravesó cada capa de su piel y se deslizó a lo largo del cuerpo en una limpia “Y”. Pudo notar cómo el filo del cuchillo casi resbalaba con facilidad, como si estuviera cortando un trozo de mantequilla. La chica tenía la dermis excesivamente blanda. ¿La juventud hacía eso? Apenas podía saberlo, sus manos estaban demasiado habituadas a carnes viejas.
   Examinó cada órgano con cuidado, solo para determinar con exactitud la hora de la muerte. Al finalizar, la cosió para unir todos los pliegues de nuevo. Seguidamente, estudió con detenimiento sus globos oculares en busca de vasos sanguíneos rotos, para descubrir, sin ninguna sorpresa, que estaban plagados de diminutas venas rojizas.
   -Pobre chica, tuvo que ser doloroso.
   Se detuvo un momento para fijarse en el color de sus ojos: grises azulados. A su mente acudió el recuerdo de un viaje al Mar Muerto que realizó cuando era mucho más joven. En especial, recordaba que el barro que se encontraba entre la línea que separaba el agua y la arena tenía la misma tonalidad ceniza.
   Por un breve momento Víctor se sintió transportado, casi mareado. Se había quedado clavado en el sitio, buceando en los añiles, en los índigos, contando las motas plomizas que se arremolinaban en torno a la pupila, escarbando entre los relieves y las sombras de las estructuras que conformaba el iris.
   -Qué hermosura –susurró.
   ¡Y en cuarenta minutos nuestro pavo estará listo!
   El chef le devolvió de nuevo a la realidad. ¿Qué estaba haciendo? Había perdido demasiado tiempo en un trabajo que debía haberle llevado apenas unos minutos. Los párpados le pesaban. Sacudió la cabeza para salir del ensimismamiento transitorio y fue al armario a buscar más herramientas.
   Solo fueron unos segundos, unos segundos en los que apartó la vista de ella para darle la espalda, pero pudo notar esa familiar sensación acompañada de un escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Se giró rápidamente, por instinto. El cuerpo seguía donde debía estar. Relajó los músculos. Cogió rápidamente todo lo que necesitaba para llevar a cabo el último examen.
   Dio un largo trago de café, comió otro trozo de empanada.
   Lo sacamos del horno y ya podemos servirlo con una buena guarnición de verduras.
   -Bueno, preciosa. Vamos a ver qué hay dentro de tu cabeza –dijo.
   Era una pena. Un cuerpo tan radiante iba a acabar siendo pasto de gusanos, su propietaria no volvería a disfrutarlo debidamente. No volvería a caminar con sus delicados pies pálidos como pétalos de cala, que ascendían en largas y delgadas piernas de porcelana sostenidas a su vez por una cintura diminuta y redondeada, cuyas curvas formaban un paréntesis alrededor de su ombligo. No volvería a palpar y manosear sus pechos, los cuales eran inmejorables. Dos copas firmes y llenas de voluptuosa carne nevada que estaban coronadas por dos pezones rosados del tamaño de una moneda. Y el cuello. Su cuello dejaría de ser el sostén ideal para su armónico rostro de ángel. Los labios, los ojos, la nariz, las mejillas… ¿Cómo podía haber muerto así? Era un verdadero insulto para la naturaleza.
   Por un instante, Víctor olvidó qué tenía que hacer a continuación.
   Justo así, embelesado, disfrutando de la vista que le brindaba aquella joven y volviendo a sentirse hechizado por sus ojos grises, fue cuando pudo ver cómo estos dejaban de estar fijos en la nada para trazar el recorrido hacia los suyos.
   Dio un respingo.
   Aquel cadáver le estaba mirando.
   Cada centímetro de su cuerpo se convirtió en escarcha. La había abierto en canal, no podía estar viva. Se pegó una bofetada y cerró los párpados con fuerza, esperando que, al abrirlos, descubriera que el cansancio le estaba jugando una mala pasada.
   Pero no fue así. Su penetrante mirada iba ahora acompañada de una extraña sonrisa. Poco a poco, fue descubriendo una hilera de dientes blancos, y él observó, horrorizado, la irrealidad de una escena que no podía concebir.
   Abrió la boca, intentó gritar. Ningún sonido escapó de sus labios agrietados. Tenía la lengua seca y acartonada. Lejos de huir o desmayarse, el shock hizo que se quedara paralizado en el sitio, aferrándose a sus herramientas de forense con fuerza desmedida.
   Mientras transcurría aquel instante infinito en una vorágine de sensaciones, el sudor le empapaba la frente y las manos, y el miedo le sacudía por dentro como una descarga eléctrica, ella no dejaba de sonreír. Se burlaba de él, ¿no?
   Podéis esparcir un poco de romero por encima, dará mucho aroma y potenciará el sabor de la carne.
   ¿Cómo ese maldito chef seguía cocinando cuando Víctor estaba gritándole, mudo, que necesitaba que sus manos dejaran de estar en el pavo para que le ayudara?
   -¿Qué…? ¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando? –pudo articular. Se le nubló la vista ligeramente.
   Sin embargo, para su desgracia, el tiempo podía paralizarse una vez más. Víctor apreció, con un nuevo espasmo de terror, cómo ella iniciaba una flemática incorporación sobre la mesilla y se quedaba sentada, su rostro blancuzco plantado frente al suyo. Muy despacio, casi a cámara lenta, levantó su mano y acarició la mejilla del joven. Tenía las puntas de los dedos frías como el metal, pero abrasaban su piel con cada roce.
   Y seguía sonriendo.
   En medio de aquella quimera, sintiendo que perdía toda cordura, lo único que impedía que cayera sin sentido al suelo eran sus ojos. Su conciencia se resistía a desatarse de su mirada, una mirada que, poco a poco, dejó de ser sólida e inerte y comenzó a derretirse como el mercurio. Extraña, pero muy real, era la dulzura que de repente desprendían sus pupilas antes muertas.
   Esa muestra de humanidad le pilló desprevenido. El miedo desapareció de su corazón de un soplo, el pulso se le ralentizó. Los pensamientos se aturullaron en su mente, se le formó un nudo en el pecho, todas las emociones confrontaron entre sí.
   Espanto, sorpresa, calma, lucidez.
   Se dio cuenta de que el espejismo no era ilusorio, sino auténtico, y que, realmente, era afortunado de poder estar contemplándolo, de ser digno de una criatura tan etérea e irreal.
   Supo que ya no podía estar aterrorizado, se sentía maravillado e insignificante, valiente y cobarde, y, sobretodo, más vivo que nunca. Parecía que Dios le estaba escrutando a través de aquel hermoso cadáver.
   Hermoso. Sí. Era tan hermoso. Su extraño hechizo comenzó a envolverle. Ya no había suelo, ni aire, ni nada. Solo estaba ella.
   El plato está servido, chico. Es hora de disfrutarlo.
   Sus bellas proporciones se encogieron para acercarse más a él. El pelo resbaló por sus hombros huesudos; liso, oscuro y vaporoso. Sus mejillas, que hasta hace unos minutos habían sido cenicientas, estaban ahora coloreadas de un pálido rojo.
   Olvidó el pavor. Estaba sobrecogido por tanta belleza.
   -¿Puedo tocarte? –preguntó el joven con timidez.
   No dijo nada, tampoco esperaba que le contestase. Le examinaba como si fuera una especie de jarrón decorativo, como un objeto sin vida. No tenía por qué responder a un jarrón.
   ¿A qué esperas? Pruébala. Parece deliciosa.
   Antes de que él pudiera alargar la mano para atreverse a acariciar las curvas de su cadera, la chica acabó con la corta distancia que separaban sus labios y le besó.
   Y Víctor, eso, no se lo esperaba.
   Respondió de inmediato, al igual que un resorte. Automáticamente, siguió el compás que le marcaba su compañera. Saboreó el ligero rastro de sangre que anteriormente había hecho su recorrido desde la nariz hasta la boca. Aquella lengua, insípida y áspera, trazaba dulces movimientos estudiados en la suya, dócil y sumisa. A esas alturas el cuerpo del chico reaccionó de la forma esperada, tocando aquí y allá, estimulando lo que tenía que estimular. No obtuvo, en ningún caso, algo que le indicara que lo estaba haciendo bien. Ni un gemido, suspiro o jadeo.
   Solo un mutismo artificial.
   Con pasos robóticos la chica volvió a tumbarse sobre la mesilla y él se tumbó sobre ella. Le miró, se hundió en sus lagunas grises, de nuevo el mismo ritual hipnótico. Sin esperar a que ella volviera a hacer el primer movimiento, separó sus piernas con impaciente brusquedad. Qué dulce olor desprendía lo que había entre ellas. Olvidando su absoluto desconocimiento, se desabrochó los pantalones y quedó semidesnudo frente a la deleitosa aparición.
   ¡Eso es! ¡Hazlo! ¡Hazlo ya!
   Esperó unos segundos, aguardando a cualquier señal de impedimento que le indicara que debía frenar. Se sentía dolorosamente anhelante de unirse a ella.
   Pero de nuevo, ninguna expresión difirió en sus facciones. Nada más allá de aquella enigmática sonrisa. No lo tomó como un .
   Tampoco como un no.

   -¡Qué pena lo de Víctor! Aún no puedo creérmelo –la mujer se lamentaba mirando a la pared, con una ensaladera en su mano derecha y un estropajo lleno de espuma en la izquierda-. ¡Parecía tan profesional!
   -A veces pasan cosas así, Dolores. No lo pienses más.
   -Pero aquí no, Andy. Aquí no.
   Ella siguió fregando los platos con empeño, soltando algún bufido de vez en cuando, volviendo a repetir las mismas palabras una y otra vez.
   -Yo tampoco me lo esperaba –dijo Andy. Pasó la hoja del periódico-. Quiero decir, conocía al chaval, ¡diablos!
   -A veces creemos conocer a completos extraños. ¿Qué sabíamos de él, Andy? Nada. Un día llegó y se asentó. Fin. Esa es su historia.
   -Debería haberme hecho caso cuando se lo dije la primera vez. Estaba demasiado solo entre tanto árbol, cualquiera se hubiera vuelto loco.
   -No lo sé –suspiró Dolores. Restregó un plato manchado de salsa-. De verdad que no lo sé.
   La pareja estuvo un rato en silencio, él leyendo la sección de deportes, ella aclarando más vajilla. Solo se escuchaba el reloj y el agua que se colaba por el fregadero.
   -Bueno –dijo la mujer-, ¿qué reacción tuvo la familia de la pobre chica?
   -Estaban desolados. No tenían suficiente con que muriese, también han tenido que soportar que la profanaran de tal modo –soltó el periódico de golpe-. ¡Dios! Si no hubiera vuelto a su casa para ver cómo iba la cosa quién sabe qué más…
   -No te tortures más, Andy –le cortó-. Por favor. El chico pagará por lo que ha hecho, así que dejemos el tema estar.
   James entró entonces por la puerta de la cocina. Parecía indeciso, como si quisiera dar media vuelta. Evitó mirar a su padre y se dirigió apresuradamente a la nevera.
   -¡Jimmy, cariño! –Dolores dejó los platos para acercarse a él-. ¿Te has enterado de lo que le ha pasado a Víctor? El forense del pueblo.
   -Creo que sí –murmuró.
   -¿Sabes? Tu padre y yo lo hemos estado hablando, podrías coger su puesto. ¿No querías independizarte?
   -Sí, pero pensé que el tema estaba zanjado –dijo cortante-. Iba a irme a la ciudad, al hospital. Ya me habían admitido para las prácticas.
   -¡Olvídate de la ciudad! Aquí estaremos a un tiro de piedra. Te compraremos la casa de Víctor, incluso podrás quedarte a vivir en ella cuando te cases con Lucy.
   -Mamá…-contenía la furia a duras penas.
   -¿Verdad, Andy?
   James se atrevió a mirarle. Él sonrió, ignorando la expresión enajenada de su hijo.
   -Tu madre tiene razón, Jimmy. ¿Dónde estarás mejor que cerca del hogar?
   El chico fue a replicar, estaba preparado para defenderse. No obstante, algo en los ojos de su padre le hizo callar de inmediato. No pudo más que gruñir silenciosamente y agachar la cabeza, acobardado. Su hijo parecía más un perro con el rabo entre las piernas que un hombre. Qué decepción.
   -Además –continuó Dolores-, no tendrás que preocuparte por la comida, mamá te llevará lo que quieras. Puedo hacerte empanadas caseras, ¡de las que tanto te gustan!
   En ese momento, Andy ensanchó la sonrisa involuntariamente, quizá más de lo que le hubiera gustado mostrar.
   -Pues claro, las empanadas caseras de tu madre son de lo mejor que hay. ¡Dios! Si hasta al loco de Víctor le encantaban –estaba a punto de echarse a reír-. Cuando volví a su casa, vi que el condenado no había dejado ni una miga de la que le preparaste, Dolores.
   Y dicho esto, abandonó la estancia tapándose la boca, impidiendo que las carcajadas se le escaparan sin control. No podía creerse lo bien que le había salido todo.
   Había hecho una jugada perfecta.


SEGUNDO FINALISTA

“La muerte del señor Travis"
Por Alejandro Manuel García San José


1
Su mirada, en el lecho de muerte, lo dice todo. Apunta hacia el fondo de la habitación, pero no conseguimos saber qué es lo que le ha hecho fijarse en ese punto. Parece tranquilo; la respiración agitada ha vuelto a la calma y todos sentimos ahora que el momento se acerca.
La enfermera deambula por la parte baja de la casa. Quizá esté tomando una taza de té o charlando con alguno de los nietos del moribundo. Es una chica joven de agradable presencia. Parece muy acostumbrada a estas situaciones y trata de calmarnos cuando el enfermo empieza a convulsionar o el pecho se le queda parado en plena exhalación. Ella lo trata con suma delicadeza. Sus manos blancas maniobran con agilidad en la penumbra del cuarto. Le inyecta morfina, le acerca el vaso de agua hasta la comisura de la boca y el viejo vuelve a un estado de placidez que nos alivia por momentos.
2
He recibido la llamada muy temprano. El teléfono es un artefacto horrendo cuando suena a altas horas de la noche. A trompicones me he levantado de la cama y he ido palpando la pared hasta que he dejado atrás el cuarto. Un débil rayo de luz comienza  a filtrase por el ventanal de la escalera, lo que podría indicar que ya está cerca la hora de levantarse. El teléfono baila en su soporte tras cada timbrazo.
—¿Dígame?
—¿Alistair Vernon? ¿Es usted?
—El mismo. ¿Con quién tengo el placer de hablar? —mi voz sonaba más grave y me costaba demasiado vocalizar.
—Me presento, soy Edwin Travis, le llamo porque nuestro padre se está muriendo y queremos que un hombre de ley como usted asista a sus últimas horas. Somos muchos hermanos y el viejo tiene una herencia nada desdeñable. Su labor será la de vigilar a mi pobre padre y dar fe si se produce algún cambio en sus deseos…, usted ya sabe, que quiera cambiar alguna propiedad a última hora.
Se hizo un gran silencio. Yo estaba tratando de despertarme y comprender qué me estaban pidiendo, porque era la primera vez que recibía un encargo semejante. El señor Travis hablaba como quien está vendiendo una cubertería de plata o un conjunto de ropa de cama.
—Le pagaremos bien, un veinte por ciento por adelantado y el resto cuando se termine la lectura del testamento. Ni que decir tiene que le mandaremos un conductor para recogerle en media hora. No hace falta que traiga nada; le espera un buen despacho, todo tipo de alimentos y bebidas y, si no le importa, en el coche irá también la señorita Dollan, la enfermera que va a ayudar a mi padre a morir sin dolor. ¿Estamos?
—Estamos, estamos –contesté sin apenas convencimiento.
Cuando colgué, Eudalia bajaba por las escaleras anudándose el pañuelo de flores en la cabeza. Se extrañaba de verme levantado antes que ella, pero ni siquiera preguntó qué sucedía. Siempre tan pasota, se limitó a preguntarme si iba a desayunar.
—No, gracias Eudalia. Prepáreme un traje, mi maletín y un sombrero. Oscuro, por favor.
—¿Oscuro? —se sorprendió. —Si estamos en verano, se va usted a cocer. Vaya días que llevamos, yo apenas pego ojo. Esa habitación…
No quise seguir escuchando las quejas de Eudalia. Llevaba ya muchos años conmigo, era como una segunda madre, me había visto crecer y seguía siendo tan eficiente como el primer día. De mis padres yo había heredado la casa en que me alojaba y la compañía perenne de Eudalia; aunque ya empezaba a dar muestras de un declive físico, su cabeza seguía rigiendo a la perfección, pero debía ir planteándome contratar a una ayudante en breve.
El coche llegó en el tiempo acordado. El conductor me abrió una de las puertas traseras y allí estaba la enfermera, cuyo nombre ya no recordaba. Era muy joven, pero desprendía un saber estar y un aplomo impropios de alguien que no debía superar la veintena. Me quité el sombrero para presentarme y ella me tendió su mano, enguantada con un encaje de color beige, para corresponder al saludo.
—Señorita Dollan, Bettania Dollan, enfermera diplomada. Voy a ayudar al señor Travis para que pueda decir su último adiós sin dolores.
Mi cara debía ser un poema. Aquella enfermera no era guapa en exceso, sino que atraía de tal forma por su manera de expresarse, de gesticular, que el viaje se me hizo demasiado corto y ni siquiera sabía por dónde habíamos ido para acabar en una gran casa de tres plantas, en mitad de un jardín bien cuidado y lleno de árboles, estanques y aligustres.
Creo que ella fue mejor recibida que yo. Entre los seis hijos y tres hijas apenas había diferencias. Todos ocupaban un primer semicírculo alrededor de la cama, en sillas de roble y cuero verde. El segundo semicírculo era para los consortes. Y luego ya había un tercer nivel, más impreciso, en el que se iban alternando niños, adolescentes y algunas personas que ni siquiera traté de identificar.
Edwin Travis me tendió la mano y se presentó como el primogénito. Su padre se llamaba igual, pero no se parecían en nada. El viejo señor Travis, tumbado sobre la cama, era un hombre huesudo y de tez morena. Su hijo, sin embargo, era rubio y tan orondo que podría doblar en peso a su padre. Fue presentándome uno por uno a sus hermanos y hermanas.
—Ya sabes —dijo, —sólo tienes que tomar nota y dar fe de lo que pueda decir nuestro padre. Hemos tenido alguna discordia estos días y no me gustaría que la familia se rompiese en tan trágico momento.
Me hubiera gustado apercibirle de que un moribundo podía delirar y que los delirios no podrían ser nunca hechos jurídicos válidos. Pero sentía muchos ojos puestos sobre mi traje oscuro, demasiada presión como para salir con formalismos. “Qué más da”, pensé, “me acaban de pagar una parte y en unas horas cobraré el resto”. Además, aquel anciano yacente no podía articular palabra, si acaso algún grito o gemido de dolor.
3
La señorita Dollan hacía su trabajo con soltura, pero sin dejar de aparentar seriedad y esa sensación de que lo tenía todo controlado. Auscultaba el pecho del señor Travis inclinándose sobre él. Mientras iba llenado una jeringuilla con un líquido trasparente, le pedía compresas calientes a una de las criadas, o trataba de serenar la llantina de una de las hijas poniéndole una mano ligera sobre el hombro.
Yo me había sentado en una esquina, junto a un escritorio de ébano. Allí me colocaron varias hojas en blanco, una pluma, un tintero, una jarra de agua y un vaso de cristal amarillento.
—En el cuarto de al lado hay todo tipo de viandas y un whisky buenísimo. Mi padre era escocés y nunca ha faltado una botella de ese líquido dorado que tanto le gustaba. Lo traemos cada seis meses por barco.
4
Las horas junto a un moribundo parecen pasar más despacio. El tictac de un viejo reloj de pared se cuela en el silencio incómodo de la familia. Las voces de los jóvenes llegan lejanas desde el jardín. Ellos están ajenos al dolor que respira aquella habitación presidida por dos retratos del señor Travis y su difunta esposa. La hija mayor es idéntica a su madre, solo cambia el peinado.
Empiezo a levantar una suerte de acta, para ir adelantando trabajo, cuando la señorita Dollan toma una silla y se sienta muy cerca de mí. Me habla en voz baja y se acerca mucho a mi oído derecho. Lleva un perfume delicado, casi una brizna de lavanda.
—¿Qué anota, señor Vernon?
—Oh, nada, un mero formulismo legal.
—Pues a mí me ha contado algo el señor Travis —dijo sonriendo la joven enfermera—. Creo que deberías ponerlo ahí.
Mi rostro palideció, tanto que uno de los hijos se había percatado y ya estaba diciéndole algo a una de sus hermanas.
—¿Qué ha dicho qué? —traté de serenarme y hacer como si no me hubiera impactado la confesión de Bettania.
—Dice que el mayor no es hijo suyo, que no le pertenece nada.
La enfermera se levantó y desapareció por la puerta que daba directamente a las escaleras. Yo me tuve que alzar también, aunque un leve temblor de piernas hizo que me volviera a sentar unos segundos antes de pedir excusas para ir al aseo. Me lavé la cara con agua casi helada y mientras me secaba, pude ver por la ventana a la señorita Dollan, que fumaba un cigarrillo mientras los niños jugaban a perseguirse entre los arbustos.
¿Cuándo había hablado el señor Travis? ¿Se habría enterado alguien más? ¿Era de fiar la señorita Dollan? ¿Cómo me había metido yo en aquel embrollo? Ya lo decía Eudalia: “Alistair, no haces más que meterte en problemas, o los creas o te encuentran”.
Ahora tenía que regresar junto a aquella gran familia y decirles algo que iba a cambiar el rumbo de sus vidas. Pero yo no había escuchado nada, era algo que me habían contado. Traté de reconducir la situación volviendo a mi despacho portátil. Desde allí podría mirar uno a uno a los hijos, tratar de discernir algún gesto de ellos, algo que delatara si alguno se había enterado. De no ser así, la solución sería sencilla: no decir nada.
5
Según fue cayendo la noche, la respiración del viejo Travis se fue apagando. Cada vez eran más largas las exhalaciones y de vez en cuando abría un poco los ojos. La señorita Dollan había advertido a la familia de que el final se acercaba. Podían despedirse y salir de la estancia aquellos que fueran más impresionables. Ella parecía calmada, como si disfrutase de la situación. Lo que yo no podía discernir era si le gustaba ver morir a una persona, o estaba paladeando mi tensión, mis ganas de terminar aquel trabajo y salir corriendo hacia mi casa.
Hacía apenas una hora que Bettania Dollan me ofreció un cigarrillo de su pitillera plateada. Yo no fumaba. “Raro en un hombre”, dijo ella, quien se apresuró a dar una larga y profunda calada, mientras contemplaba el sol que iba escondiéndose detrás de una pequeña colina.
—¿Lo va a escribir, verdad?
—No sé de qué me habla —dije dándome la vuelta para regresar al cuarto.
—¿Y podrá cargar toda su vida con este secreto a cuestas?
Lo que dijo después ya apenas pude oírlo. El corazón me latía tan deprisa que parecía a punto de salirse del pecho. En media hora todo habría terminado. Yo firmaría mi acta y aquella familia podría enterrar a su ser querido sin que yo tuviera que dañarlos con una maledicencia que posiblemente se habría inventado la señorita Dollan.
No media hora, pero en dos rubriqué con mi firma un folio en el que se reflejaba la total ausencia de incidentes. Se lo di a alguno de los hermanos, el mayor estaba ocupado en poner la mortaja al viejo Travis. Betannia recogió sus cosas y me siguió escaleras abajo. Habían llamado a un taxi para devolvernos a nuestras casas. Viajamos en silencio durante un largo rato, hasta que ella, adivinando la proximidad de mi destino, carraspeó para llamar mi atención.
—Dime que tu también has dudado por un momento —dijo, mientras se recolocaba el flequillo con los dedos.
Pude vislumbrar la puerta de mi casa. Estaba salvado. Me despedí educadamente y pude respirar aliviado. “Quizá había secretos que era mejor no remover”, pensé. 


TERCER FINALISTA

“El cañón"
Por Miguel Ángel Galet López


Antes que las estrellas pierdan el brillo en su lucha con la luz crepuscular,  me pongo en marcha. Un buen desayuno, unos kilómetros de sinuosa carretera que da paso a una pista forestal y llego a mi destino, un aparcamiento en plena naturaleza. No hay ningún coche, mejor, soy el primero.
El cañón me abre sus puertas, comienzo con paso firme, decidido, que es como me siento por las mañanas al inicio de cualquier ruta. La temperatura fresca me acaricia la cara, es agradable, como la sensación que tengo. El rocío depositado en la hierba me moja las zapatillas, hasta este detalle me gusta. Tengo todo el día por delante para disfrutar.
La luz neonata se extiende por el cañón. Es una luz nueva, fresca, nítida. Las familias de vencejos inician el día dando vueltas y vueltas, cada una de ellas en su círculo propio. Tengo la sensación de estar descubriendo un paraje desconocido para el género humanos, para mí lo es. Este rincón de la naturaleza me recibe con aires nuevos, renovados de un día para otro, parece una zona inexplorada. Las plantas tienen un color verde intenso, se han limpiado con la humedad nocturna.
Apenas se oye casi ningún ruido, tan solo algún ave madrugadora, y el discurrir del agua del arroyo en el fondo del cañón. Mucho ruido y pocas nueces. Cualquier saltito del agua hace un sonido muy superior a lo que realmente es el desnivel. Pero es muy agradable acompañar al arroyo con su voz. Éste a su vez juega conmigo, ahora margen izquierdo, ahora margen derecho, voy saltando el arroyo cuando a él le viene en gana. Es divertido el juego. Toco el agua, está fría y siento un escalofrío, esto hace agudizar más mis sentidos.
El sol va subiendo y sus rayos bajando por los farallones que me vigilan. La pared derecha se va iluminando paulatinamente, la izquierda aún está en un duermevela, no termina de despertar. El sol ha secado la humedad de la noche en el margen derecho. En el izquierdo aún permanece toda la humedad y el frescor del amanecer. Un gran contraste.
Se ven algunos buitres posados en lo alto de las paredes. No hace el suficiente calor como para que se formen corrientes ascendentes que los eleven en busca de su sustento. Mientras tanto esperan pacientemente, vigilan, otean. Parecen gárgolas de catedrales.
Una luz adolescente, unas veces ligera, otras brillante va iluminando todo el cañón. Algunas flores que durante la noche se cierran, comienzan a abrirse para recibir a sus polinizadores. Los primeros insectos empiezan su tarea diaria de visita de flor en flor, haciendo sus característicos zumbidos. Destacándose, entre los que liban el néctar, el dificultoso aleteo de las bellas mariposas. Todo empieza a cobrar vida. Las plantas acuáticas, yo distingo los nenúfares, ahora se muestran nítidamente. Las libélulas y los caballitos del diablo sobrevuelan el agua. Algunos charcos del arroyo parecen sacados de jardines japoneses. Es una delicia este paseo.
Los álamos simulan lenguas de fuego aspiradas por el cielo, y el viento al mecerlos va alfombrando la tierra de ascuas rojas y amarillas, y todo, formando en su conjunto, un flamígero río que se adentra por el centro en la hoz. El otoño ha llegado.
Voy recorriendo el cañón, cada vez más estrecho, sus muros amenazan con juntarse en las alturas. Distintas oquedades en sus paredes se asemejan a un gigantesco queso de gruyère. Dejo a diestra y siniestra algunas hendiduras, incipientes futuros cañones, como arrugas de la corteza terrestre. Un hilo de agua las recorre, horadándolas poco a poco. Dentro de millones de años se verá su gran trabajo
El sol cada vez calienta más. Ya se ven algunos buitres volando en busca de su alimento. También algún quebrantahuesos está a la espera que sus hermanos alados dejen limpia la osamenta de algún animal, para que ellos a su vez traguen los huesos más pequeños, o los mayores, elevarlos a una buena altura y dejarlos caer sobre algún pedregal y se hagan añicos. De esa manera acceden a la médula del hueso, que es de lo que se nutren.
Veo algunos excrementos de pequeños mamíferos, no sé, comadrejas, lirones, incluso puede que de alguna nutria que viva en estas aguas tan límpidas. Señales de qué la vida se desarrolla en este lugar.
Voy llegando al final del cañón, visible por un gran salto de agua que hace las veces de muro infranqueable. Es un final espectacular, digno de todo su entorno.
Ahora solo queda dar media vuelta y recorrer lo andado en sentido contrario. La luz es adulta, fuerte, intensa, lo ilumina todo. Las paredes adquieren otra tonalidad de amarillo, diferente al de la mañana. Busco un lugar a la sombra,  para comer un tentempié. Es muy agradable alimentarse en plena naturaleza, acompañado solamente por los sonidos propios de ella.
Tras este descanso, inicio la vuelta. En este momento soy yo el que juega con el arroyo, y éste cómplice, acepta el envite. Salto de piedra en piedra, me voy a un margen o a otro siempre que puedo. El agua parece más lenta, salpica menos y tiene un brillo mate.
Ahora el cañón se muestra diferente.  Al contrario que en la mañana, el sol baja y sus rayos ascienden por las pétreas paredes. Iluminando a los buitres, que ya no vuelan, otorgándoles la condición de figuras doradas posadas en los riscos, cual vigías y señores del lugar.
Las plantas se van cubriendo de polvo, empiezan a tener un aire de cansancio. Todo parece distinto, el día va haciendo mella en la naturaleza. Ésta se va preparando para el descanso nocturno. Cae la luz senil, densa, melancólica, que va impregnando toda la hoz. Los contornos de los árboles y arbustos se difuminan. Los sonidos se van apagando. Hasta el arroyo parece apaciguar el volumen de su voz. Las aves ya no cantan. Tan solo se escucha el guirigay producido por una bandada de gorriones, disputándose las ramitas del árbol donde pasarán la noche. Algunos murciélagos hacen acto de presencia en busca de insectos.
Con algo de cansancio, eso sí, reparador, llego al final y a su vez inicio del recorrido. He hecho lo que la naturaleza hace en el cañón, he iniciado, he vivido y he finalizado el día. Nuestro día. Porque hay otro día, en otra dimensión. Es el momento de los animales nocturnos. El arroyo sigue fluyendo. La vida continúa en el cañón.



CUARTO FINALISTA

“El sótano"
Por Jaime Arias Cayetano


Sonia oía a veces un susurro lejano. Al principio era agradable y le ayudaba a dormir. No sabía de dónde procedía, pero nacía en alguna casa cercana. Debía de ser alguna instalación de aire acondicionado, o quizás el eco de una lavadora centrifugando.
El susurro pronto se convirtió en un repiqueteo constante y rítmico. No era molesto, pero sí intrigante.
Al poco tiempo, el redoble cesó. Sonia se sintió aliviada, sin saber por qué.
Hasta que algo nuevo volvió a perturbarla... Era una voz fúnebre, casi imperceptible, como un cuchicheo continuo e ininteligible, que helaba los huesos si se le prestaba atención. Y venía de abajo. Del sótano.
Sonia jamás bajaba al sótano. Le tenía miedo. Puede que no hubiese nada en él que provocase temor, pero ella era miedosa y huía de los espacios bajo tierra. De niña, sus hermanos mayores la habían encerrado en un garaje mal ventilado y lleno de telarañas que tenían en una casona en el campo, y se habían reído durante una hora mientras ella lloraba y pedía que la dejasen salir, hasta que sus padres la liberaron. Quizás por ello evitaba la oscuridad, los espacios sin ventilación y todo lo que pudiera recordarle aquel encierro.
Pero ahora vivía sola... y tenía un sótano. Apenas era mayor que el vestíbulo de su casa, y servía únicamente para almacenar trastos viejos o desusados. Nadie había entrado en él desde hacía meses. Ella, desde luego, no.
Un día se decidió a inspeccionarlo. Suponía que así se quedaría tranquila. Pero, ¡sorpresa! ¡Ahora había una puerta en la pared del fondo! ¿Cómo podía estar allí? Detrás de todo lo que Sonia tenía guardado, amontonado y olvidado, alguien había puesto una puerta... Ella no había sido, su novio tampoco. No había motivo para hacer algo así. Pero, ¿quién? Porque era evidente: estaba allí...
Sonia pensó en llamar a la policía. Mas si lo hacía probablemente pronto lo sabría el barrio entero, y su nombre correría de boca en boca, y todos se mofarían de su miedo a visitar su propio sótano. En realidad, ¿qué podía decirles? ¿Qué no sabía quién había hecho aquella puerta en su sótano sin su permiso? Con seguridad no se lo tomarían en serio. Ademán, hacía tanto que no bajaba, se dijo, que puede que aquella puerta hubiese estado siempre allí...
En cuanto a los ruidos, ¿quién no tiene ruidos en su casa? Acaso se debían a las tuberías o algo así. El agua subterránea era abundante por aquellos parajes, y el sueño hacer creer que se oyen voces que jamás se han pronunciado. Hay personas que llegan a ver con los ojos abiertos pesadillas terribles, después de despertar, por efecto de la somnolencia que todavía domina el cerebro.
Decidió que era mejor no hacer nada. Y no la juzgaremos por ello: en ocasiones un corazón temeroso no tiene más remedio que mirar para otro lado. O eso, o la locura. Aunque lo primero lleve a la perdición...
Así que colocó de nuevo todo, mientras los ruidos seguían sonando incesantes, constantes, sugestivos... y terroríficos. Parecían lejanos golpes de martillos, y gritos apagados que jaleaban, y una voz cavernosa que resonaba en lo más profundo del oído y confesaba secretos que no tenían sentido...
Sonia cerró el sótano dominada por el terror. A saltos de dos escalones salió a la calle, respiró el aire limpio de la tarde y se decidió a contarlo. Pero no a la policía, sino a su novio. Tomó su teléfono móvil y marcó su número.
- ¡Por fin! –respondió una voz inquisitiva.
- ¡Hola, cariño, soy yo! –dijo Sonia.
- ¿Tan pronto me he convertido en tu cariño? –pronunció una voz cavernosa que no era la de su novio-. Sabía que te conquistaría, pero no creí que tan pronto –dijo con tono horriblemente complacido.
Sonia sintió un estremecimiento que erizó sus músculos y ensombreció su mente. La mano se le abrió y el teléfono cayó al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Su rostro se mostraba deformado por el pánico. Se quedó allí, de pie ante su puerta, petrificada por la pavorosa respuesta, con la mirada perdida, enmudecida, muerta.
¿Cuánto tiempo estuvo así? ¿Segundos, minutos, quizá una hora...?
Una suave lluvia gris vino a rescatarla de su ensimismamiento. Pero cuando miró alrededor, creyó estar contemplando un mundo distinto del que conocía: más sombrío, más ceniciento, más metálico. La fugaz imagen de una inmensa fábrica cruzó su mente. De pronto, sintió el irresistible deseo de buscar refugio.
- Sí, tengo que esconderme –pensó.
Y entró de nuevo en casa.
Pero allí resonaban más fuertes los ruidos que venían del suelo. Y los gritos eran ya perfectamente audibles. Todavía no se entendían, pero si estaba quieta podía percibirlos claramente, e incluso podía distinguir varias voces disímiles.
Resolvió subir a lo más alto y desde allí llamar a la policía o a los bomberos. Pero ya arriba recordó que no tenía teléfono, y al mirar por las ventanas se conmovió ante la inmensa soledad que parecía rodearla. Reposó en un viejo sillón, habiendo cerrado la puerta del desván con llave, y allí apoltronada el cansancio la venció.
Tuvo sueños extraños. Soñó con lagos muertos, con mares embravecidos, con huracanes impíos, estrellas que se caen, espadas que se herrumbran, brazos que golpean, huesos que se descomponen, y gemidos, gemidos de placer insistentes y blasfemos. De la inmensidad de un mundo deforme y sin fronteras, a los ojos tan extraño como la imagen distorsionada que refleja un espejo roto, poco a poco su atención fue concentrándose en un punto, al principio indefinido, lentamente más y más cerca, más y más cerca, hasta que comprobó, entre atemorizada y confusa, que el punto era su propia casa. Sintió grandes deseos de saber qué ocurría dentro, y miró a través de la ventana del desván. Se vio a sí misma desnuda,  amando a un monstruo...
Cuando despertó, el monstruo estaba ante ella.
¿Quién era? ¿Cómo había entrado? ¿Estaba despierta o tan sólo soñaba que lo estaba?
Al verlo, su corazón estalló y se vació, hasta quedar seco. La sangre comenzó a derramarse poco a poco por sus poros, su boca, sus ojos, sus pechos. Pero no sufría. Aún. El monstruo la tomó en brazos, todavía consciente, y dijo a sus oídos palabras que sonaron a maldición. Empero, no la maltrató. Bajó las escaleras con ella en brazos, y las puertas se abrían a su paso, y los objetos se contraían y escondían, y la casa entera se iba derritiendo en viscosos ríos que caían lastimeramente.
Llegó con ella al sótano, y la puerta del fondo se hallaba también abierta. Un resplandor intensamente rojo venía de lo hondo. Los ruidos eran ahora cercanos y las voces se acercaban. El pavor llenaba la estancia. Lo que se cernía ante ella era un túnel hacia el submundo, un pasadizo hacia el averno, la autopista del tártaro. Sonia aún estaba viva cuando cruzaron la puerta. El mundo se desvaneció. Los lamentos la alcanzaron en carne propia. Las risas burlonas respondían sin cesar a la aflicción. Entonces, en un último suspiro de vida, presintiendo intuitivamente el efecto de la maldición pronunciada sobre ella, Sonia lo vio...

La triste luz de un apesadumbrado día de otoño, cubierto de nubes y coronado de vientos, esto fue lo que vio Sonia al despertar. Sobresaltada y sudando, se alzó sobre el lecho y contempló a través de la ventana el aspecto grisáceo del universo. Se palpó los miembros, se irguió, se miró al espejo. Su cuerpo estaba allí, su mente estaba allí, su mundo estaba allí. Intactos. Indiferentes. ¡Pero el sótano! ¿Y el sótano?
- ¿Qué me ha pasado? –se repetía. -¿Y el ruido? ¿Y el monstruo? ¿Y esa luz oscura?
Sin vestir, en camisón, bajó corriendo al sótano. No atendió a su propio miedo. Antes de entrar, se detuvo y trató de dominar su respiración. El silencio en torno era completo. Ningún ruido, ninguna voz, ningún grito. ‹‹¡Joder, estoy loca!››, pensó. Pasó al sótano, retiró los trastos, los viejos recuerdos que nunca recordaba, los muebles inservibles que se resistía a tirar, la bici de la adolescencia, y las alfombras pasadas de moda e imposibles de limpiar por completo. Y, ¡oh funesta sorpresa!, allí estaba la puerta...
Y de nuevo el terror...
Por fin, tan despacio, tan despacio como caen los copos de nieve en una tarde lánguida de tormenta invernal, tan despacio como se van los recuerdos, tan despacio como el agua horada las imperturbables piedras del corazón del mundo, alargó la mano y abrió la puerta.
Mas sólo la piedra se presentó a su vista.
- ¡Nada! –gritó.
No era un grito de alegría. Pero tampoco de pena. Era sólo un grito, si esto puede ser.
- ¡Nada! –repitió paladeando la palabra.
De pronto, el teléfono sonó, arriba en la cocina.
Aún asustada, subió, lo cogió, y la voz que escuchó alegróle el corazón, pues era familiar. Su novio le hablaba desde el otro lado.
- ¿Cómo estás hoy, preciosa? –dijo él.
Pero ella únicamente supo responderle:
- Cariño, ¿tú crees en el infierno?



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